http://redjusticiaambientalcolombia.files.wordpress.com/2012/10/logo-contraloria.jpg?w=500
Introducción escrita por Luis Jorge Garay Salamanca, al libro Minería en Colombia: Fundamentos para superar el modelo extractivista.

Descargue el libro completo en este enlace.

Globalización/glocalización, soberanía y gobernanza. A propósito del cambio climático y el extractivismo minero

Luis Jorge Garay Salamanca

 En esta introducción al libro se presenta sintéticamente un marco de referencia básico sobre la problemática de la gobernanza, la justicia transnacional, la institucionalidad glocal y la economía política del cambio climático, la preservación del medioambiente y la explotación de recursos naturales no renovables en la actual etapa del proceso de globalización. Y, además, sobre las razones de la conveniencia, si no necesidad, de implantar un esquema integral de políticas públicas a nivel glocal suficientemente riguroso para lograr una adecuada distribución de la renta

minero-energética en una perspectiva perdurable y que de pleno reconocimiento de los intereses públicos de los Estados y sociedades propietarios de los recursos explotados, entre otros, especialmente mientras se logre materializar un eventual modelo de gobernanza a nivel global.

El paso del “mundo líquido” al “mundo gaseoso” con la globalización contemporánea

Ante el avance y profundización de la globalización capitalista contemporánea se ha ido reproduciendo una inmanente tensión entre la desterritorialización/reterritorialización de unas fronteras y unos espacios de poder cada vez más porosos bajo Estados con soberanías más relativas y ambiguas. Es así como las bases espaciales que dieron sustento al Estado moderno se han ido diluyendo, dándose paso a zonas cada vez más opacas de soberanía.

 Es por ello que Bauman (2007) introdujo el término “mundo líquido” para dar cuenta que la globalización –caracterizada por la fluidez– ha dado lugar a

“un mundo de circulación generalizada, en el que los flujos se han liberado de la constricción territorial”, en palabras de Innerarity (2013). Un mundo consecuente con la reproducción de amplios espacios desgobernados sin que haya un verdadero Estado soberano transnacional que los pueda gobernar y resultante, entre otros factores, del modelo de desregulación y liberalización de los mercados y de la privatización de amplios ámbitos de la actividad que ha caracterizado la etapa actual de la globalización: la globalización neoliberal (Garay, 1999).

 La proliferación de los denominados centros offshore (no solo de carácter financiero) como centros desgobernados y desterritorializados pone de presente la ausencia de un marco de gestión efectivo a nivel global. A manera de ilustración y a propósito de la internacionalización de la justicia (como se trata en la siguiente sección), según Innerarity (2013): “Por un lado, es un avance que los derechos valgan con independencia del territorio en el que uno se encuentra. … Pero hay formas de desterritorialización como Guantánamo, … en las que se constata que los límites del territorio no son necesariamente coextensivos con los límites del derecho. (…). No hay otra solución que superar el principio de territorialidad del derecho en consonancia con la naturaleza desterritorializada de las amenazas a las que debemos hacer frente; hacer que el derecho sea, por así decirlo, más “marítimo” y menos “continental”, hacerlo isomorfo con su objeto”.

 Ahora bien, el carácter de la “liquidez” ya ni siquiera logra aprehender adecuadamente fenómenos recientes de la magnitud e importancia de las burbujas, la volatilidad y la especulación financiera a nivel mundial, por ejemplo, por lo que autores como Sloterdijk (1998) y recientemente Bauman (2013), proponen como metáfora de la actual etapa de la globalización al “mundo gaseoso” para dar mejor cuenta de la complejidad de los novedosos intercambios inmateriales, vaporosos y volátiles, del boom de la información “gaseosa”, especulativa y, como consecuencia, de la proliferación de riesgos imprevisibles como los derivados del cambio climático, para no citar sino un caso de especial relevancia para los propósitos del presente libro.

 De ahí que, como lo señala Bauman (2011): “Los peligros actuales difieren de aquellos que la categoría (tradicional) de “riesgo” pretendía captar y esclarecer, porque son desconocidos hasta que atacan, impredecibles e incalculables. Y el marco donde surgen…, el lugar del que provienen… no se corresponde con la población de un Estado-nación, sino con la población del planeta, la humanidad en su conjunto”.

 Se trata de un estadio en el que, al decir de Beck (2006), desaparece el concepto de “entorno”. “Cuando las fronteras se desdibujan de manera que no es fácil determinar dónde están lo propio y lo extraño, cuando los fenómenos circulan y se expanden a gran velocidad, cuando no hay acción sin réplica, es lógico que el problema de las amenazas y las protecciones se plantee de forma imperiosa, aunque a veces de modo delirante” (Innerarity, 2013).

 Así, entonces, el desvanecimiento de la distinción radical entre lo “dentro” y lo “fuera”, tan distintiva en la modernidad, lleva necesariamente a considerar con debida prelación sus respectivas inter-relaciones e interacción mutua. En este contexto ha de reconocerse que hay problemas que se sufren en múltiples espacios independientemente en el o en los espacios que son creados originalmente, como, por ejemplo, el cambio climático y la crisis financiera internacional. Según lo afirma Held (2012), “… he llamado la paradoja de nuestros tiempos al hecho de que los problemas colectivos con los que debemos lidiar son cada vez más extensos e intensos, y, sin embargo, los medios para hacerles frente tienen sus raíces en el nivel nacional y son inadecuados e incompletos. Los bienes públicos globales padecen escasez crónica, mientras que los males se acumulan y siguen amenazando los medios de subsistencia”. Ahí reside, precisamente, la actual razón de ser del aprovisionamiento de bienes públicos comunes a nivel transnacional y en ámbitos cada vez más amplios, en su carácter diferenciable e insustituible por bienes privados provistos a través del mercado, bajo una lógica que trascienda los espacios y Estados estrictamente nacionales. Ello implica, aún más, una mayor coordinación entre Estados y otros agentes sociales para la realización de acciones de carácter multilateral, como condición para el establecimiento de nuevas formas de gobernanza a nivel regional y global.

Y ello en el ineludible propósito de la construcción de una “razón común” para enfrentar los riesgos e imprevistos de carácter sistémico bajo una lógica reflexiva, cooperativa y vinculante (Campillo, 2013).

El agravamiento de injusticias con la actual globalización/glocalización desregulada: la necesidad de una justicia transnacional

 La globalización desregulada contribuye no solamente a reproducir riesgos e imprevistos sistémicos sino también a agudizar inequidades e injusticias entre países y en el interior de los mismos, con los consecuentes problemas de deslegitimación política de los Estados nacionales, todavía más frente a la progresiva erosión de su poder territorial tradicional.

 El riesgo de agravamiento de injusticias e inequidades con este tipo de proceso glocalizador (globalizador a nivel nacional/regional/local) plantea de por sí un problema de pérdida de gobernanza de la globalización a nivel transnacional, lo que exige un marco de acción colectiva cada vez más global y no únicamente glocal.

Quizás una manera ilustrativa de comprender la glocalización la brinda Bauman (2013) en los siguientes términos: “Glocalización es una relación amor-odio en la que se mezclan la atracción con la repulsión. Se (produce por) dos hechos inevitables que actúan a modo de tenaza: si se incomunica un lugar quitándole las rutas globales de aprovisionamiento, a este lugar le faltarán los dispositivos que le permiten mantenerse vivo y los elementos con los que hoy día se construyen las identidades autónomas. Pero en paralelo a esto, sucedería que las fuerzas globales no tendrían  ningún lugar en el que aterrizar, renovar su personal, repostar combustible y reabastecerse, pues todo esto les es dado por los improvisados espacios aéreos locales. Así, ambos están condenados a la cohabitación”.

 Sobresale, entonces, su relación simbiótica, contradictoria, paradójica e inapelable en la que tienden a crearse nuevos y más diversos condicionantes a la (des-) territorialización y soberanía tradicional de los Estados modernos. Soberanía que a pesar de todo sigue conservando un determinado valor de autoridad y de movilización social como institución coadyuvante.

 En dicho contexto, como lo sostiene Innerarity (2013): “La soberanía es desbordada por la irrupción de nuevos problemas que no pueden ser abordados en solitario: la ecología, la complejidad creciente del desarrollo, los contrastes suscitados por la globalización…. Cada vez son menos los espacios gestionables en el espacio estricto del estado soberano y autosuficiente. (….) . … los Estados terminan por jugar el juego de la interdependencia y obligándose frente a los bienes comunes. De este modo, a la idea de soberanía se opone la de responsabilidad. Los Estados son cada vez más responsables del orden mundial”.

 En esta dinámica conflictiva y contradictoria, se va abriendo paso la necesidad de avanzar hacia una justicia cada vez más transnacionalizada en ámbitos clave del relacionamiento/interacción entre sociedades y como etapa intermedia en la construcción de una eventual justicia global en el largo plazo. Así, la responsabilidad crecientemente transnacional asumida por los Estados va subsanando su pérdida de autonomía y poder territorial localizado a través de la implantación transnacional de normas y regulaciones con miras a atenuar el agravamiento de inequidades y el establecimiento de principios de justicia entre países y grupos sociales en medio del proceso de globalización. Ello para propender no solamente por una cierta legitimización social y política del proceso globalizador, sino también por su reproducción y profundización a una escala cada vez más ampliada.

 La problemática del cambio climático y la preservación del medioambiente constituyen un caso emblemático de la necesidad sistémica de ir desarrollando las bases de un esquema de justicia transnacional vinculante, especialmente, por esquematizarlo así, entre países desarrollados –Norte– y países en desarrollo –Sur–.

 La justicia medioambiental como caso de “justicia compleja”

 En razón de la diversidad de causas, de la multiplicidad y grados de gravedad de impactos, de la heterogeneidad de agentes sociales implicados, de la variedad de responsabilidades, de la disparidad de afectaciones y de canales de transmisión de sus efectos a través del tiempo -corto vs. mediano y largo plazo-, del carácter transgeneracional de intereses involucrados, de la intertemporalidad de daños y, entre otros factores, de la deficiencia y asimetría de conocimiento experto e información decisoria, se puede argumentar, como lo hace Innerarity (2013), que la justicia medioambiental y del cambio climático es un caso de “justicia compleja”.

 Ante el hecho de que el clima ha dejado de ser una variable considerada como exógena al actuar de los seres humanos, al punto de que hoy en día ya se ha adquirido conciencia de que éste es más bien susceptible de ser modificado por la misma acción ciudadana, y una vez aceptada la complejidad y la gravedad del cambio climático y el deterioro del medioambiente para las próximas generaciones, no es de extrañar que esta problemática se haya convertido en uno de los asuntos de mayor trascendencia en la agenda política mundial.

 Es así como diferentes autores lo han referido en términos como los siguientes: “El cambio climático es el mayor problema de acción colectiva al que el mundo se ha tenido que enfrentar” (Innerarity, 2013), “… tragedy of commons” (Hardin, 1968), “… el mayor fracaso del mercado” (Stern, 2007).

 Sin duda alguna, el cambio climático se erige como una de las fuentes potenciales de conflictos y contradicciones sociales más agudas en el próximo futuro. La disponibilidad y el acceso al agua es uno de los casos más sobresaliente, ya que, como lo afirma Lamo de Espinosa (2013): “Tenemos muy poco agua:el agua dulce es solo el 0,77% de los recursos hídricos del planeta. Y la que hoy está distribuida de manera muy irregular: el 75% del agua dulce del planeta está en solo cinco países”.Así, el acceso al agua dulce se ha ido convirtiendo en un factor de seguridad en amplias regiones del mundo y aunque hasta ahora “las guerras justificadas por el agua como recurso estratégico han sido la excepción y no la regla” (Pascual-Ramsay, 2013), sí puede llegar a convertirse en una causante de graves conflictos internacionales en un futuro previsible.

 Otra de las complejidades de la problemática climática reside en la disparidad de responsabilidades entre países en la contaminación y emisiones de CO2 ya causadas en el planeta, en la medida en que, según el informe Stern (2007), “… desde 1850 Estados Unidos y Europa han generado cerca del 70% de las emisiones de CO2”, con el agravante de que “las poblaciones que viven en los cien países que serán los más afectados por el cambio climático solo son responsables de un 3% de las emisiones mundiales” (Innerarity, 2013).

 Y todavía más ante la circunstancia de que los países que potencialmente serían los más afectados son precisamente los que disponen de menos recursos tecnológicos y financieros para hacerle frente a los impactos del cambio climático y el deterioro medioambiental: los países del Sur, por decirlo así.

 Con el ingrediente adicional de que las generaciones más impactadas por la problemática son las futuras/venideras, que precisamente son las que no participan en la actual definición/negociación de acuerdos y compromisos para la prevención/protección/corrección de distintos factores determinantes del cambio climático y el deterioro del medioambiente.

 Todo ello, entre otras razones, hace que la justicia climática y medioambiental se erija como un caso típico de “justicia compleja”, precisamente por la complejidad de los criterios de justicia que se deben invocar en las negociaciones transnacionales. “Lo que es objeto de controversia son los criterios de justicia a partir de los cuales se han de tomar las decisiones correspondientes, quién, cómo, y cuándo carga con qué peso en favor de la protección del medioambiente, algo que no tiene tanto que ver con el agua, aire y los árboles como con el empleo y el bienestar” (Innerarity, 2013).

 Quizás un primer criterio de justicia transnacional ha de relacionarse con la distribución intertemporal de causas deterioradoras y agentes responsables (por ejemplo, países, empresas) del medioambiente y su correlativa participación en la asunción de costos de corrección y compensación a los otros países afectados. Particularmente importante es la corrección/compensación de los impactos históricos ya causados, es decir, la cancelación de la deuda ambiental y social de los países causantes/responsables en favor de los países afectados. Autores como Giddens (2010) lo han denominado como el “imperativo del desarrollo” de los países más pobres que no han contribuido hasta ahora sino marginalmente al calentamiento global y al deterioro del medioambiente.

 Un segundo criterio se refiere a cómo han de distribuirse las responsabilidades/compensaciones sobre emisiones y deterioro del medioambiente hacia el futuro. Uno de los criterios más renombrados es el de la imparcialidad en el sentido de la minimización/no causación de daño.  Para garantizar una aplicación de este criterio bajo principios redistributivos habrían de adoptarse medidas integrales que faciliten a los países pobres a asumir su responsabilidad en la conservación ambiental, consistentes en múltiples variantes de transferencias por parte de los países desarrollados, no mutuamente excluyentes entre sí, a través de, por ejemplo, la transferencia tecnológica, o la imposición de gravámenes en los países consumidores del Norte sobre productos provenientes de países del Sur como en el caso típico de los minero-energéticos, y la transferencia de sus recaudos a los países productores en calidad de compensación, o, entre otros, la transferencia de recursos de los países del Norte a los del Sur para la no explotación de recursos no renovables a partir de una cierta cuantía que sea considerada depredadora por excelencia, por ejemplo, y/o para la mitigación/corrección de sus impactos medioambientales. Este último tipo de transferencia correspondería a una típica “lump sum transfer” compensatoria y temporal a un aplazamiento del extractivismo minero-energético, por ejemplo –y por ende, a la generación de recursos por la explotación de recursos naturales no renovables– o a la mitigación de sus impactos globales/glocales.

 Por supuesto, los principios y criterios rectores de la justicia climática transnacional han de rebasar los meros principios de mercado ante su contundente incapacidad, si no proclividad perversa, para impedir la reproducción de dinámicas causantes del deterioro medioambiental y el cambio climático y la consecuente inequitativa distribucióntransgeneracional y transnacional de sus impactos depredadores. Una de las razones, pero no la única, es la incapacidad de los instrumentos de mercado para anticipar y corregir/gravar/compensar oportunamente la generación de “dis-externalidades” en una perspectiva perdurable como en el caso de actividades extractivas minero-energéticas.

 Pero la razón de fondo reside en la misma naturaleza del clima y del medioambiente: un bien público global/glocal caracterizado por la no rivalidad y la no exclusividad, por lo que no puede ser debidamente gestionado por más alicientes de mercado que se provean a los agentes económicos.

 Infortunadamente, el enfoque neoliberal radical ha reducido “la economía del medioambiente casi exclusivamente a “soluciones de mercado”, a la innovación tecnológica y a la eficiencia energética” (Paterson, 1996).

 En marcado contraste, la gestión del clima y el medioambiente requiere de una gobernanza global cada vez más compleja e integradora y no dejarla a cargo del mero mercado como básicamente ha ocurrido hasta ahora.

  La gobernanza del cambio climático y la preservación del medioambiente

 De lo expuesto resulta evidente cómo el cambio climático y el deterioro del medioambiente es un fenómeno característico de glocalización en el sentido de que las emisiones y las acciones deterioradoras son materializadas a nivel local pero sus impactos son de naturaleza global e intergeneracional. Por ello es que se requiere la institución de un ente transnacional que pueda gestionarla problemática desde una perspectiva global, con la suficiente legitimación social para avanzar en la implantación de principios y normas de justicia transnacional bajo una perspectiva transgeneracional e intertemporal y en consulta de los diversos grados de desarrollo/capital acumulado/pobreza relativa de los países, según su responsabilidad como contaminador neto o como afectado neto.

Ahora bien, el esquema de gobernanza ha de ser corresponsable y cooperativo –para la realización de compensaciones y transferencias de países contaminantes netos a afectados netos, por ejemplo–, redistributivo –según nivel de desarrollo o PIB per capita de los países–, transtemporal/transgeneracional. Solamente con una institucionalidad de este tipo podrán irse generando las condiciones para la gobernanza del cambio climático.

 Sin embargo, mientras se va construyendo efectivamente una institucionalidad de esa naturaleza surge la pregunta de cómo deben ir actualizándose los regímenes regulatorios para la gestión del clima y el medioambiente en los países individuales, especialmente en los del Sur sujetos a la dicotomía: “imperativo del desarrollo” con especial sustento en la rápida explotación de sus recursos naturales no renovables bajo una perspectiva de corto y mediano plazo, y “responsabilidad de la preservación medioambiental a nivel glocal/global” en su carácter de miembro de la comunidad global en una perspectiva transgeneracional perdurable.

 Quizás uno de los enfoques más equilibrados y menos radicales en términos transtemporales/transgeneracionales y de responsabilidad glocal restringidaconsistiría en la adopción de un régimen de “minimización del daño glocal” (Joshi, 2009, citado por Innerarity, 2013) que, bajo un realismo político y social compensado, combine sopesadamente el racionamiento de la explotación de recursos naturales no renovables (para seguir con el caso relevante para el presente libro) con base en elementos de juicio sustentables en términos científicos y económicos sobre su beneficio económico/social y su impacto medioambiental/social, y el aprovechamiento de recursos potencialmente favorables al desarrollo y la reducción de la pobreza/exclusión social.

 En este contexto, de cualquier manera se hace necesario implantar de manera estricta el régimen regulatorio escogido bajo la responsabilidad inalienable del Estado con miras a garantizar una adecuada captación de la renta de la explotación de recursos no renovables de la Nación, por ejemplo, en cabeza del Estado y una redistribución intertemporal entre inversiones para el desarrollo, mitigación/preservación del medioambiente, redistribución entre grupos y comunidades y mejoramiento de la calidad de vida de la población.

 El acaparamiento y explotación de suelos y subsuelos a nivel internacional: un rasgo distintivo de la globalización actual y la economía política glocal

 El proceso actual de titularización de bienes agrícolas y recursos naturales en los mercados mundiales de capitales, la adquisición masiva de tierras, el licenciamiento extensivo del subsuelo para la explotación de recursos naturales no renovables, la implantación de modalidades para la mercantilización del uso de la tierra como el derecho real de superficie (DRS) y la apertura a la inversión extranjera, y acaparamiento del uso del suelo y del subsuelo y/o de la propiedad de tierras en países en desarrollo, por parte de capitales extranjeros y nacionales poderosos, productivos y financieros, es uno de los rasgos distintivos de la etapa contemporánea de la globalización capitalista (Garay, 2013).

 Este proceso de incorporación de tierras de países extranjeros al circuito capitalista mundial –con la extranjerización tanto de la propiedad de la tierra como del acaparamiento del uso del suelo y explotación del subsuelo– y de profundización innovadora del mercado internacional de tierras y de usos del suelo y explotación del subsuelo, y de incursión de bienes agrícolas,

minero-energéticos y sus derivados en los mercados mundiales de capitales, lleva a plantear nuevamente el cuestionamiento central introducido por Ricardo y Marx: la economía política de la distribución en la explotación de la tierra (suelo y sub-suelo) a nivel mundial.

En particular, en el caso del cultivo y aprovechamiento de la tierra, cuál ha de ser la adecuada retribución entre los dueños del suelo (terratenientes no inversionistas como los considerados por Ricardo, pero también campesinos en países como Colombia, y el Estado en el caso de baldíos propiedad de la Nación), capitalistas inversores (arrendatarios para Ricardo y Marx, como los agentes que contraten bajo la modalidad DRS en nuestros días o que adquieran directamente tierras en calidad de propietarios, particularmente empresas de origen nacional o internacional), capitalistas financieros (con vinculación directa o asociada con los capitalistas inversores), trabajadores rurales (empleados por las empresas inversoras), y el Estado (como captador legítimo de una porción tanto de las rentas privadas de la tierra como de las ganancias de los capitalistas, nacionales y extranjeros, de las compensaciones por concepto y de las dis-externalidades causadas por la utilización del suelo) (Garay, 2013).

 Así como, en el caso de la explotación de recursos naturales no renovables, de la adecuada retribución entre capitalistas inversores (especialmente grandes empresas transnacionales y algunos grupos de origen nacional que usufructúan del licenciamiento para la explotación del subsuelo), capitalistas financieros (asociados), trabajadores mineros, el Estado (como captador legítimo de una porción tanto de las rentas privadas de la explotación de recursos naturales no renovables como de las ganancias de los capitalistas, nacionales y extranjeros), y de la justa compensación al Estado (en términos monetarios, por ejemplo, para la reparación de daños materiales e inmateriales) por parte de los capitalistas inversores por concepto de las dis-externalidades ambientales y sociales derivadas de la explotación del subsuelo. (Este es precisamente el objeto de estudio abordado con detalle en el capítulo 4 de este libro).

 Aquí sobresale la necesidad de avanzar en sólidas evaluaciones de carácter técnico/científico y económico/financiero sobre los impactos y dis-externalidades de la explotación de recursos no renovables en los múltiples ámbitos de influencia. Uno de ellos, y de innegable trascendencia, el medioambiental y ecológico. Sin duda uno de los instrumentos metodológicos y empíricos más elemental e ilustrativo para aproximarse al tema medioambiental es el conocido como la huella ecológica, medioambiental, fósil e hídrica, que ha sido desarrollado desde finales de los setenta del siglo pasado (y que es utilizado de manera novedosa para el análisis elaborado en el capítulo 3 del presente libro). Como lo argumenta Lamo de Espinosa (2013): “La primera crisis del petróleo hizo que se desarrollara la idea de la huella fósil: el gasto en productos fósiles que deriva de fabricar un producto. … la situación actual (ante la escasez de fuentes de agua) hará cada vez más importante la idea de la huella hídrica: el gasto de agua que genera el producir cualquier cosa”.

Ahora bien, aún si estas externalidades pudieran ser evaluadas apropiadamente, surge el interrogante de si sus costos monetarios podrían ser legítimamente recuperados y apropiados en su totalidad por parte del Estado a cargo de las ganancias del capital, para ser redistribuidos de forma equitativa inter-generacionalmente tanto entre como al interior de cada una de las comunidades afectadas, a través de realización de obras públicas restaurativas como medioambientales de renovación y descontaminación, servicios sociales, etc., y no sólo lump-sum transfers. Ante la dificultad de asegurar el cumplimiento de tales requerimientos en el sistema capitalista, es por lo que una visión Marxista ortodoxa argumentaría sobre la necesidad de superar el modelo capitalista por uno de carácter colectivo/comunitario que evitara la reproducción de plusrentas y plusganancias sistémicas en favor especialmente del capital productivo y financiero y, en menor medida, de los terratenientes, en claro detrimento de la sociedad en su conjunto en una perspectiva perdurable.

 Lo anterior se complejiza aún más en la medida que habría que tomar el valor presente de los ingresos futuros de la explotación del subsuelo netos de las externalidades internalizadas y no internalizadas, y compararlos con los correspondientes a los del cultivo del suelo, tomando el mayor para efectos de calcular el costo de oportunidad total de la tierra en su conjunto: suelo y subsuelo.

 Preocupa sobremanera que se pretenda una aplicación de políticas como la profundización de la apertura a los capitales nacionales y extranjeros para la explotación del subsuelo en países en los que no existe un riguroso régimen regulatorio, ni una sólida institucionalidad pública, ni un sistema tributario para velar por una tributación equitativa, progresiva y eficiente sobre el sector minero-energético y por la captación de una adecuada renta minero energética. Ni que se cuente con un esquema apropiado de seguimiento de los precios de transferencia al exterior, ni de imposición a empresas extranjeras. Precisamente esto ocurre especialmente en países como Colombia en el sector minero y agrícola, por ejemplo. (El capítulo 5 de este libro aborda la problemática de la institucionalidad minero-energética para el caso colombiano).

 En este punto vale la pena enfatizar la conveniencia de establecer reglas de juego claras y transparentes para los diferentes agentes económicos relacionados con la exploración/explotación de recursos naturales no renovables, y que la competencia por la atracción de capitales no se dé por la vía de una “nivelación por lo bajo” de los estándares medioambientales, laborales y tributarios, sino por la estabilidad de unas relaciones contractuales equilibradas. A manera de parangón con la definición de las condiciones laborales para la competencia internacional, se ha mostrado cómo sustentar la competitividad en el mediano y largo plazo con base única y exclusivamente en la reducción de salarios y el deterioro de estándares laborales con respecto a países competidores –a través del denominado en la literatura de comercio internacional como dumping social– es claramente una política sub-óptima, en lugar de optar por una estrategia integral de capacitación laboral, innovación técnica, especialización, productividad y salarios, institucionalidad, etc., bajo una perspectiva perdurable.

Así, entonces, en lugar de bajar indebidamente las tasas efectivas, reales de tributación y de regalías en favor de los capitales inversores, a través del otorgamiento de multiplicidad de exenciones, deducciones y descuentos por vía administrativa sobre unas tasas nominales aparentemente elevadas, como ocurre en el caso de Colombia (lo que es demostrado en detalle en el capítulo 4 del presente libro), se han de definir precisamente tasas efectivas tales que garanticen el usufructo de una renta minero-energética equi-distributiva entre las partes involucradas, especialmente en cabal reconocimiento de los intereses del Estado y la sociedad propietarios de los recursos, como es el caso de la fijación de tasas de regalías variables en función de la fase del ciclo internacional de precios bajo parámetros estrictamente precisados y contextualizados en el régimen contractual con las empresas explotadoras del recurso no renovable (como se muestra en detalle en el capítulo 4 de este libro).

 Todavía más, resulta a todas luces contraproducente que tampoco se hubiera avanzado en el desarrollo jurisprudencial en los ámbitos constitucional, medioambiental y civil para la jerarquización entre derechos fundamentales, medioambientales, de propiedad del suelo y expectativas de derecho con las licencias mineras y las solicitudes de exploración minera, ante la incursión de poderosos capitales, especialmente internacionales, para el acaparamiento de subsuelos con potencial minero-energético a través del licenciamiento y de su ulterior explotación, con su inevitable condicionamiento, si no supeditación, del ejercicio del derecho pleno de propiedad del suelo en una perspectiva perdurable, en grave detrimento del tejido social y el patrimonio de propietarios campesinos, de minorías étnicas y de desplazados con derechos sobre predios abandonados y despojados de manera forzada en amplios territorios del país, entre otros. (Alrededor de esta problemática jurisprudencial, precisamente, se desarrollan los capítulos 1 y 2 del presente libro).

 Aún más grave si no se garantizara una estricta tributación ni se fijaran cánones con referencia al costo de las dis-externalidades, ante lo cual se reproducirían graves inequidades a favor injustificadamente de capitalistas inversores y financieros, quizás en mayor proporción a los extranjeros, y en desmedro del Estado anfitrión –y con serio detrimento patrimonial de la Nación–.

 Igualmente, sin una estricta observancia de los derechos y condiciones laborales para los trabajadores vinculados a la producción minero-energética, acorde con la legislación laboral doméstica y los tratados internacionales suscritos por el país anfitrión, se generarían condiciones propicias para la reproducción de sobre-ganancias a favor de los capitales, nacionales y extranjeros, y en detrimento de los trabajadores nacionales del país anfitrión.

En fin, como ocurre actualmente en países como Colombia, en ausencia de un estricto esquema institucional, jurisprudencial, regulatorio, ambiental, laboral, territorial y fiscal se auspiciarían situaciones sociales inaceptables por su inequidad intra-nacional (capital, trabajo y Estado anfitriones), inter-nacional (Estado y trabajo anfitriones, capitales extranjeros) e inter-generacional!

 De suceder así, es de esperar que se daría lugar a una clase de

“economía política concentradora –no equi-distributiva– de la renta minera a favor del capital y en contra de generaciones futuras”, típica de un modelo radical extractivista de recursos naturales no renovables.

 El escenario de economía política de la distribución de la renta minero-energética se puede tornar todavía más perverso de no implantarse las medidas de política pública indispensables y en la medida en que en el usufructo de su poder económico importantes empresas minero-energéticas transnacionales o incluso grupos económicos domésticos puedan tener una excesiva capacidad de influencia efectiva sobre instituciones públicas responsables para la adopción e implantación de normas y regulaciones favorables a sus intereses privados y egoístas en contra incluso de los intereses colectivos perdurables, sin una debida corresponsabilidad social por parte de los agentes beneficiarios. Es decir, en cuanto se esté frente a procesos de captura y reconfiguración cooptada de instituciones del Estado por parte de empresas transnacionales y/o domésticas, legales, grises (que actúan entre la legalidad y la ilegalidad) y abiertamente ilegales como en el caso de minería criminal en países como Colombia y México. La proliferación de múltiples exenciones, deducciones y tratamientos preferenciales “a la medida” de empresas mineras en la administración del régimen tributario colombiano insinuarían la presencia de procesos de captura y reconfiguración institucional, como se puede deducir en el capítulo 4 del presente libro. (Para profundizar en los conceptos de captura y reconfiguración cooptada, véase: Garay, L. J. et al.,2008; Garay y Salcedo-Albarán, 2012).

 Y con el agravante de que la búsqueda por el acaparamiento del suelo y el subsuelo se puede convertir en uno de los principales factores, si no en el más importante, en la generación y profundización de conflictos y violencias, nuevos y recreados, durante las próximas décadas en el caso de un país como Colombia en el que se ha reproducido una incesante lucha por el dominio territorial con miras al ejercicio del poder político y económico, a través de múltiples modalidades ilegales e ilegítimas, pero no excluyentes de otras de índole aparentemente legal, y que está expresado actualmente por la existencia de cerca de un 40% de la tierra sin derecho formal de propiedad (específicamente en el caso de población campesina con carácter de poseedor, tenedor, etc.) y de más de 7 millones de has. dejadas en abandono forzado o despojadas por la acción de grupos armados ilegales y la participación/apoyo/financiación de algunos agentes legales y grises durante los últimos 25 años en el país, y por la presencia de casi 22 millones de has. del territorio continental de Colombia sujetas a solicitud y aprobación de licencias mineras.

 La minería y los hidrocarburos como macro-sistema sujeto de una integral y estricta regulación glocal por parte del Estado

 Para avanzar hacia la gobernanza glocal del medioambiente y la minería extractiva, así como una “economía política equi-distributiva” (“no concentradora”) de la renta minero-energética en un país como Colombia, debe considerarse a la minería como un macro-sistema y no como un mero sector individual, en razón de los ámbitos y la gran variedad de impactos determinantes generados, que van desde el ámbito de los derechos fundamentales de poblaciones y comunidades étnicas hasta el de los intereses del Estado en la participación de la renta minera (a través de impuestos, regalías, recuperación de costos de dis-externalidades, etc.), pasando por los ámbitos medioambiental, geofísico, económico y social, a nivel territorial y nacional, entre otros.

 Aún más, la minería tampoco puede ser considerada como un sector especial de utilidad pública que pueda predominar sobre otros sectores como la agricultura que sí tiene una clara jerarquía constitucional (según la Carta de 1991) en términos de la seguridad alimentaria y de provisión de tierra para la ocupación de población campesina, además de que por sus múltiples impactos de diversa índole ha de ser sujeta (la minería) a la observancia de una cierta jerarquía y subsidiaridad de derechos entre los fundamentales, los comunitarios, los de propiedad del suelo, las expectativas de derecho sobre el uso del subsuelo y la subsecuente expropiación del suelo, los de restitución de tierras de víctimas sujetos a licencia minera o ambiental sobre su subsuelo, etc.

 A pesar de diferentes autos y sentencias de la Corte Constitucional y del Consejo de Estado, de artículos de la Ley de Víctimas (Ley 1448 de 2012) y de recientes fallos de jueces de restitución, entre otros, es clara la necesidad de desarrollar un activismo judicial para lograr que la Corte pueda establecer una jerarquización taxativa de derechos en los ámbitos de su competencia, aparte de avanzar en la revisión de la ley y el código mineros, así como de la regulación medioambiental.

 De manera complementaria se ha de avanzar en la implantación de un estricto esquema institucional, jurisprudencial, regulatorio, ambiental, laboral, territorial, tributario y fiscalizador, bajo una perspectiva integral e intertemporal y contando con criterios técnicos/científicos para la evaluación de beneficios/costos sociales, económicos y ambientales, con miras a avanzar hacia el desenvolvimiento de una minería necesaria bajo la visión de desarrollo integral.

 Precisamente varias de estas temáticas son abordadas en el presente libro.

Artículo anteriorCrecer bajo el glifosato
Artículo siguiente"Colombia está al borde un colapso ambiental sin antecedentes": Sandra Morelli, Contraloría General..