Fuente: UN Periódico

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El mercado global ve a esta región del planeta como una enorme despensa de materias primas estratégicas. La avidez de las multinacionales y algunas decisiones de los Gobiernos panamazónicos, impulsadas por la idea del desarrollo, están causando estragos ambientales, sociales y culturales que dejan un panorama desalentador para sus habitantes y ecosistemas.

Solo pronunciar la palabra Amazonia trae consigo innumerables imágenes y significados: selva y bosques tropicales (el 35% de los que existen actualmente en el planeta); oxígeno (“pulmón verde”); un río infinito (6.800 km de recorrido); agua (1/5 del agua dulce del mundo); etnias y culturas ancestrales (400 pueblos indígenas); tierras (7,5 millones de km2 que equivalen al 10% del orbe); la reserva más grande de biodiversidad…

Lo anterior, traducido al lenguaje del capitalismo, adquiere otras connotaciones: industria maderera (deforestación acumulada de 857.666 km2 en al año 2005, que representa una pérdida del 17% de la cobertura original); carbono almacenado, energía (el 13% del potencial hidroeléctrico mundial y el 3% de las reservas de combustibles fósiles); desplazamiento, extinción (desaparición de especies, riesgo físico y cultural para pueblos indígenas y pérdida de diversidad lingüística); usos del suelo (ganadería extensiva, cultivos para producción de biodiésel, minería); infraestructura; riquezas…

Estas dos versiones tan disímiles de un mismo espacio geográfico encajan en los paradigmas de quienes buscan su conservación o impulsan su desarrollo a toda costa.

Inevitablemente, el mundo mira hacia esta zona. Pero –al parecer– son más los ojos avaros que se enfocan en sacar el mayor provecho económico de cada hectárea de tierra que los que velan por su protección; mucho más en este contexto de crisis del agua, inseguridad alimentaria y búsqueda de soberanía energética.

De hecho, megaproyectos e inversiones como la extracción de recursos minerales estratégicos (hierro, petróleo, oro, coltán, bauxita), la construcción de grandes obras de infraestructura (hidroeléctricas, autopistas, puertos, oleoductos, gasoductos o líneas subcontinentales de transmisión eléctrica) o la ampliación de la frontera agrícola y pecuaria, entre otros, ya tienen efectos devastadores.

Además de dejar secuelas en el paisaje e incidir en los ecosistemas selváticos y en el cambio climático, han vulnerado los derechos de los pueblos indígenas y entran en contradicción con las necesidades reales de las comunidades locales.

Según Fernando Franco, profesor de la Universidad Nacional de Colombia en la Amazonia: “La globalización científica y tecnológica de la economía y de los mercados, el avance irrefrenable de los sistemas de comunicación y de transporte y el flujo sin barreras del capital internacional a la caza de oportunidades de inversión y de acumulación ponen a la gran Amazonia y a sus recursos como objetivo de alta prioridad”.

Precisamente, para dimensionar los impactos de la economía extractivista en la región, la UN, en conjunto con expertos de la zona transfronteriza, ha investigado sobre la internacionalización de este territorio.

Los resultados se consignan en el libro Megaproyectos: la Amazonia en la encrucijada, publicado por el Instituto Amazónico de Investigaciones Imani de la sede Amazonia y editado por el profesor Franco.

La encrucijada 

Pese a los esfuerzos de cooperación para proteger el medioambiente y reivindicar las culturas ancestrales –reafirmados a través de diferentes tratados y acuerdos–, las tierras amazónicas se han vuelto el escenario común de las políticas macroeconómicas –que están “orientadas a controlar las materias primas estratégicas del planeta”–, por cuanto se consideran “la última frontera” capaz de proveerlas.

Es así como, por ejemplo, desde el año 2000, la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA) –que ahora es un plan estratégico de Unasur– consolidó la búsqueda de expansión de las fronteras económicas, la integración física de tres sectores estratégicos (transporte, energía, y telecomunicaciones) y la conexión –a través de sistemas viales transoceánicos– con las rutas y mercados de las nuevas potencias económicas asiáticas.

Sin embargo, según Francisco Ruiz Marmolejo, exsecretario general de la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica
(OTCA), hay dificultades para que su aplicación sea –en realidad– una oportunidad de desarrollo sostenible; pues se da “en el marco de políticas públicas que han favorecido altas tasas de deforestación, así como el desarrollo de tecnologías y sistemas de producción depredadores de la floresta amazónica”, sin que haya muchas iniciativas traducibles en bienestar social.

Brasil como “modelo” 

El caso de Brasil (la sexta economía del mundo y el poseedor de más del 60% del territorio amazónico) es tomado como ejemplo de competitividad por el Gobierno colombiano y por los grandes inversionistas, sin tener en cuenta que detrás de tal auge hay pérdidas y amenazas innumerables.

Y es que tomar la Amazonia como un negocio redondo ya deja ver sus consecuencias.  Una de ellas es la deforestación intensiva y a gran escala, que viene acompañada de un incremento de las temperaturas de las selvas.

Así, Brasil es el país amazónico que presenta más pérdida de bosques entre 2000 y 2010, con un 6,2%. Colombia se encuentra en el tercer puesto, con un 2,8% y una tasa oficial de deforestación promedio anual de 310.349 hectáreas. De seguir así, según la Alianza Amazonas 2030, la deforestación podría acabar con el 55% del bosque amazónico en los próximos 17 años.

La ganadería ha aportado, quizá, la cuota más grande en esta situación. Actualmente, este país es el mayor exportador de carne vacuna del mundo, con cerca de 60 millones de cabezas y más de 30 millones de hectáreas de pastos que cubren la región amazónica.

Los ecosistemas de bosque también han sido sustituidos por la agricultura capital intensiva (en especial de soya y palma para la producción de biocombustibles), y la agricultura tecnificada, con las consecuentes oleadas de seres humanos que llegan en busca de un ingreso.

Un caso polémico –mencionado por los investigadores Norbert Fenzl y Mayane Bento Silva– es el proyecto hidroeléctrico de
Belo Monte, en el río Xingú (Estado de Pará, en Brasil) promovido por IIRSA.

Allí, se revela “una brutal concentración de poder económico y político” y “el autoritarismo económico de los Gobiernos nacionales, subordinados a la dictadura del capital financiero internacional”. O lo que la experta Nirvia Ravena llamaría “esquizofrenia gubernamental”.

Además de talar selvas, para su construcción fue necesario inundar 5.000 km2 (tres veces el departamento del Quindío, en Colombia), por lo que la vegetación –según el profesor Franco– comenzó a producir gases de efecto invernadero.

Otros efectos negativos fueron la reducción en las especies de peces, dudas sobre la calidad de agua en las reservas, un flujo migratorio que no se había considerado y afectación de las poblaciones locales.

El caso de Colombia 

En nuestro país, el anuncio hecho por el presidente Santos, en Río+20, de convertir 17,6 millones de hectáreas (en Amazonas, Guainía, Vaupés, Guaviare, Vichada y Chocó) en zonas estratégicas mineras es una apuesta arriesgada para impulsar la locomotora minero-energética.

Y, aunque se excluyen zonas protegidas ambientalmente y
algunas donde habitan comunidades indígenas (hay 185 resguardos en la Amazonia colombiana), el asunto no deja de preocupar, pues alrededor de estos habrá 200 bloques para exploración y explotación minera. A esto se suma la problemática del agua, que es la materia prima de la minería (por ejemplo, por cada gramo de oro extraído se usan 1.160 litros).

Por su parte, el profesor Germán Palacio, de la UN en la Amazonia, señala que la locomotora tiene aspiraciones potentes hacia el desarrollismo. Y agrega que, actualmente, hay una disputa por expandir la Orinoquia a la región amazónica (en particular, los departamentos de Guainía y Guaviare), ya que, según el decir coloquial, “en Guainía hay más minerales que en la tabla periódica”.

De este modo, la extracción de minerales se podría llevar a cabo sin dificultades, pues la percepción es que los Llanos Orientales son una zona más abierta a esto que la Amazonia y en donde el petróleo y la agroindustria no son un gran problema.

Al revisar diferentes aspectos sobre el tema, en el reciente informe Minería en Colombia: fundamentos para superar el modelo extractivista, la Contraloría General de la República reconoce que diversas entidades estatales privilegian actividades mineras sobre los derechos fundamentales de las comunidades.

Asimismo, señala que, entre otros, los impactos de dicha locomotora tienen que ver con “la producción de conflictos o la exacerbación de los ya existentes”.

Allí también se menciona que el Código de Minas (Ley 685 de 2001) “traslapó, neutralizó y desvirtuó normas de las leyes que fueron expedidas a manera de reglamentación de la Carta Política”, y que lo hizo “para blindar a la actividad minera de la aplicación de normas ambientales, territoriales y tributarias y para que el extractivismo irracional y acelerado pudiera crecer sin límites ni restricciones”.

Preocupa, entonces que este modelo sea el que tenemos que mantener ahora que la Ley 1382 de 2010 perdió vigencia.

Si bien se reconoce el aporte de los megaproyectos (relacionados con las actividades mineras, agrícolas y ganaderas, entre otras) al producto interno bruto (PIB), los ecosistemas y las fuentes hídricas, las culturas ancestrales, la salud, el bienestar y la paz de los habitantes de estos territorios son tan importantes como ese indicador.

Por ello, antes de que el gran “pulmón” deje de respirar, valdría la pena preguntarse si es posible frenar la avidez del capital inversionista y buscar las estrategias para conocer, utilizar mejor y conservar esta selva a favor de las poblaciones de todos los países ribereños y de la misma humanidad.

Por: Sandra Uribe Pérez, Unimedios

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