Fuente: razonpublica.com

El conflicto se agudiza: el gobierno insiste más y más en la falacia de confundir  minería ilegal con minería criminal –y por eso ordenó destruir la maquinaria cuyos dueños carezcan de título minero o de licencia.  ¿Una trampa para todos?
 
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Impuesta desde afuera

Colombia no es una potencia minera: no posee ni el 1 por ciento de las reservas mundiales de carbón y tiene apenas el 0,1 por ciento de las de petróleo; al ritmo actual de extracción, este último alcanzará solo para unos 7 años. En cambio, sí es la segunda potencia del planeta en biodiversidad por kilómetro cuadrado.

A pesar de estos hechos, los gobiernos de los últimos veinte años nos han forzado a entrar en el ajedrez mundial de las materias primas y de la energía: adoptaron decisiones en favor del capital de las grandes potencias, intentando convertir a la brava a Colombia en un país minero.

Eso explica por qué los últimos tres gobiernos no contemplaron, ni de lejos, la posibilidad de oponerse a la minería impuesta desde afuera, ni han hecho reparos serios sobre las consecuencias ambientales, sociales, laborales y económicas de semejante despropósito. Por el contrario, la Agencia Nacional de Minería fue creada para promover este tipo de actividad.

Desde la perspectiva del gobierno, el debate en torno a la minería no consiste en decidir si debe o no debe promoverse— esa decisión ya se tomó al definir la estrategia de desarrollo del presidente Santos — sino en decidir quién puede y quién no puede participar en esta actividad rentable pero riesgosa.

 

De la descalificación a la criminalización

Aquí entra en juego el conflicto que llevó a los mineros artesanales — pequeños y medianos — a irse a un paro nacional, iniciado el pasado 17 de julio.

Desde 2002 el ministro de minas y energía, Luis Ernesto Mejía, comenzó a referirse a la minería informal como un obstáculo para la confianza inversionista del gobierno Uribe: “buena parte de la actividad minera que se lleva a cabo en el territorio nacional se desarrolla a escalas menores, definida en muchos casos por la informalidad y el carácter de subsistencia, frente a la cual se establece un interrogante en términos de rentabilidad, sostenibilidad y competitividad”[1].

Durante el gobierno Santos ha subido el tono en contra de estos productores, por cuenta de los ministros Mauricio Cárdenas y Frank Pearl, quienes no se refirieron a la minería informal como “la nueva coca del país”, cuyos actores debían ser “tratados como narcotraficantes”.  El propio presidente Santos considera que esta actividad es un “cáncer que debemos extirpar”.

Obviamente, el Estado tiene la obligación de perseguir a quienes se encuentren por fuera de la ley. El problema radica en desconocer una realidad protuberante que va más allá del ordenamiento jurídico: la minería informal es una actividad tradicional y centenaria, que ocupa a más de 400.000 familias en casi la mitad de los municipios de Colombia.

Para muchas regiones, es la única fuente local de ingresos. En zonas como Caucasia (Antioquia) hasta el párroco reconoce que — de acabarse la minería — se derrumbaría la economía local.

Estas familias llevan a cabo una actividad honesta, no al servicio de grupos armados ilegales. Sin embargo, el gobierno insiste en no diferenciar entre estos dos tipos de minería: pone a los informales en el mismo costal de los criminales, dado que todos carecen de título minero y de licencia ambiental (ver análisis de María del Pilar Pardo “Minería informal, ilegal y criminal en el gobierno Santos”, publicado en Razón Pública en noviembre de 2012).

Pero la trampa consiste en que a quien realmente le interesa obtener el título — el minero informal — le resulta prácticamente imposible conseguirlo, porque el 65 por ciento de las mejores zonas mineras ya fueron tituladas a empresas extranjeras.

 

Informal + maquinaria =  criminal

Conviene recordar que los primeros avances en materia de tecnificación de la minería en Colombia se dieron en 1904, bajo el gobierno de Rafael Reyes[2]. Desde entonces esta actividad fue aprendiendo a utilizar las herramientas modernas que disminuyen el trabajo corporal para ponerlas al servicio -no solo de la minería- sino de la agricultura, de las obras civiles y de la industria

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Foto: Marcha Patriótica Independencia

Las retroexcavadoras y otras herramientas utilizadas en la minería responden a las economías de escala y la acumulación de capital, propias del modelo económico que Santos defiende. Por eso, el gobierno no actúa contra las gigantescas maquinarias de Drummond, de BHP Billiton o de Glencore, sino contra las de pequeños mineros colombianos.

El gobierno entró en contradicción con su propio Plan Nacional de Desarrollo 2010 –2014, al desconocer el artículo 107 de la ley 1450 de 2011, que estableció: “Es deber del Gobierno Nacional implementar una estrategia para diferenciar la minería informal de la minería ilegal” (énfasis añadido).

No obstante, el presidente Santos siempre se refiere a la minería informal mecanizada como a una industria criminal, reconociendo solamente como minería informal a la que se realiza de manera artesanal, es decir, sin ninguna tecnificación… y por lo tanto, condenada al atraso y a la miseria.

La argucia del gobierno — que ha calado en buena parte de la opinión — consiste precisamente en asociar la minería criminal con las máquinas que se utilizan en esta actividad.

 

Un decreto bárbaro

Así lo reiteró el Presidente tan pronto comenzó el paro minero: “Esos criminales entonces comenzaron a azuzar a los mineros artesanales (…) Entre las peticiones de los que están en el paro se halla la derogatoria del decreto por medio del cual se puede destruir la maquinaria ilegal que está acabando con el medio ambiente”.

El presidente se refiere al decreto 2235 de 2012 — quizás una de las decisiones más arbitrarias del Estado de los últimos tiempos — y que lógicamente piden derogar los mineros en paro.

Mediante este decreto — expedido en octubre de 2012 en el marco de la Decisión Andina 774 —se otorgan facultades a las Fuerzas Armadas para “decomisar e incautar, inmovilizar, destruir, demoler, inutilizar y neutralizar los bienes, maquinaria, equipos e insumos utilizados en la minería ilegal”, entendida ésta como la “actividad minera ejercida por persona natural o jurídica, o grupo de personas, sin contar con las autorizaciones y exigencias establecidas en las normas nacionales”.

El gobierno no habla de perseguir exclusivamente a la minería ligada directamente a la financiación de grupos armados ilegales, sino a cualquier tipo de esta actividad que carezca de título o de licencia ambiental: en la práctica, todas las formas de minería menos la gran minería transnacional.

Puede afirmarse entonces que el decreto 2235 de 2012 constituye una medida:

· ambigua en sus propósitos, aunque aparente perseguir a la minería relacionada directamente con los grupos armados ilegales.

· violatoria del debido proceso y de la presunción de inocencia, al permitir que se destruya propiedad privada sin un juicio justo.

· instrumental para despejar el territorio de toda minería informal colombiana, principal obstáculo para el avance de la gran minería transnacional.

 

Mal negocio para el país

El problema de la diferenciación entre minería criminal, ilegal e informal no tiene un carácter puramente semántico: el gobierno apostó por la locomotora minero–energética, donde solo tiene cabida la minería a gran escala, que requiere de enormes volúmenes de inversión.

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Foto: Alejandro Arango

Solo grandes empresas extranjeras están en capacidad de disponer de semejantes capitales: por eso han encontrado en Colombia un refugio perfecto frente a la crisis mundial y una fuente muy lucrativa de ganancias.

Aunque oponerse a la inversión extranjera per se sería una solemne bobería, resultaría más sensato que el Estado exigiera una mayor participación — el government take para 2010 fue de apenas 3,3 billones de pesos — dado que les facilita obtener enormes beneficios.

Según el más reciente libro de la Contraloría General de la República, “Minería en Colombia: fundamentos para superar el modelo extractivista”, por cada 100 pesos que invierten en el país por cuenta de la minería, las transnacionales obtienen un retorno de 200 pesos.

Esto explica en buena medida por qué — pese a exportar grandes volúmenes de carbón, ferro–níquel, oro y petróleo —  Colombia resulta un perdedor neto en sus relaciones económicas internacionales: la cuenta corriente de la balanza de pagos acumuló un saldo negativo superior a los 52.000 millones de dólares entre 2001 y 2012.

Dicho en términos sencillos, la economía colombiana en plena bonanza no fue capaz de generar ingresos suficientes para cubrir sus gastos.

 

Qué piden los mineros en paro

Un análisis somero del pliego de  peticiones presentado al gobierno debería avergonzar a una sociedad verdaderamente democrática:

· Los mineros solo piden que su actividad sea reconocida legalmente, amparados en una tradición probada.

· Dicho de otra forma, piden que se les permita entrar en el marco de la institucionalidad que ha planteado el mismo Estado.

· Aceptan cumplir con los estándares técnicos, ambientales y laborales, si dejan de perseguirlos.

Pero el compromiso del gobierno Santos de cuidar el huevito de la confianza inversionista impide aplicar la sana lógica de formalizar a los pequeños y medianos mineros nacionales.

Todo lo contrario: la respuesta frente a las manifestaciones ha sido un uso desmedido de la fuerza, como queriendo mostrar a las transnacionales que se está dispuesto a cualquier cosa para protegerlas.

En su desespero ante la falta de argumentos que justifiquen semejante persecución a los mineros nacionales informales, ha llegado al absurdo de acusar al senador Jorge Enrique Robledo de provocar hechos de violencia.

Los mineros nacionales no plantean que su existencia dependa de expulsar a las transnacionales: la salida obvia pasa por encontrar una convivencia pacífica y rentable para la economía colombiana.

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