Fuente: El Espectador.
Unas 40 balsas navegan las aguas de la parte media del río en busca de oro, entre resguardos indígenas y parques nacionales. Uno de sus pobladores resume la situación: “La minería es buena, pero es mala”
Un solo vuelo semanal recorre la ruta Leticia-Araracuara. Todo el que se ha enfermado alguna vez en ese rincón de la selva, que por años fue la cárcel más lúgubre de Colombia, sabe bien que el mejor día para hacerlo es el domingo, que es cuando el avión aterriza sobre la pista de piedra natural. El lunes es el peor.
José, un bogotano que huyó de la capital por una pena de amor hace 17 años, me dice que ahí, en Leticia, todos tienen una historia por contar. Tal vez sea cierto. Tal vez todos han huido de algo. De la selva. De la pobreza. De la violencia. Quizás de deudas no saldadas. Quién sabe cuántos, como él, de las penas de amor. La única razón justificable.
Mientras hacemos la fila de Satena, varias mujeres indígenas se acercan sumisas a Rodolfo, mi guía en este recorrido. Las mujeres quieren que lleve encargos a su parientes: unas chanclas negras, ropa, dinero. Entre su equipaje lleva un molino de maíz. Objetos que en la selva valen oro.
Los huitotos nos reciben en Araracuara: Vicente y Rogelio. Dos líderes del Consejo Regional Indígena del Medio Amazonas (Crima). Comemos danta en un kiosco. Son jóvenes, amables y de buen humor. Vicente cuenta que vivió en Bogotá varios años sin encontrarle sentido a su vida. Un día un “blanco”, Carlos Rodríguez, el director de Tropenbos, le dijo que le daba una beca para que se fuera a “mambear” con los viejos, a preguntarles por su cultura. Así fue como le dio la espalda a la ciudad y regresó a luchar por los pueblos indígenas.
Nos hospedamos en la casa de una de las familias Andoque, dueños de unas balsas mineras. El oficio lo aprendieron de un brasileño. Durante el mandato del presidente Pastrana, un grupo de brasileños aprovechó el desorden en la zona de despeje para entrar hasta esa parte del río Caquetá con sus balsas. Fue la primera bonanza de oro. Se fueron cuando entró el ejército. Sólo quedó uno. Los Andoque crearon una asociación de mineros en 2012 y solicitaron a la Agencia Nacional Minera el permiso para seguir con la actividad.
La conversación no avanza si no circula el ambil que cada uno guarda en tarritos de plástico. Es tabaco cocinado con sal de monte. Es, me ha explicado antes Vicente, para aclarar el pensamiento. Tampoco sin mambear coca, que todos guardan en tarros más anchos.
“El mambe da las palabras”, ha dicho antes Vicente.
Una de nuestras anfitrionas, resume el problema de la minería en cinco palabras: “Es buena, pero es mala”. Punto.
Es buena porque mueve la siempre estrecha economía local. Es una súbita fuente de empleo. Es mala porque los hombres se emborrachan con lo que ganan. Porque las niñas quedan embarazadas a destiempo. Es mala porque los precios de todos los productos suben. Las gallinas que antes valían $15.000 ahora cuestan $25.000.
Esa noche fuimos invitados a una maloca. Vicente nos guió por un caminito empantanado. Adentro nos esperaba un grupo de líderes indígenas. Habló primero el maloquero. Habló sobre educación. Sobre la pobreza de la región. Sobre las organizaciones que pasan y se van. Quiero que quede claro eso, decía. Que quede claro. Esa noche se habló sobre las caucherías, la coca, las tigrilladas y sobre minería. Esas bonanzas, esas obsesiones transitorias que sacuden toda la economía regional.
“Los Andoque no tienen la culpa”, dijo alguien en la oscuridad. Yo sólo veía la lumbre de los cigarrillos y siluetas oscuras. La idea era que la minería la practicaran y la controlaran las comunidades. Pero cuando rodó el rumor de que allí había pintas de oro comenzaron a llegar balsas de todas partes. Y el río se pobló con más de 40 casas flotantes.
Los niños de la escuela de Puerto Santander, en la otra orilla del río, no fueron a clases en la mañana del lunes. Organizaron una protesta. Un cartel decía: “Gobernador, necesitamos un sitio adecuado para educación”. Tienen razón. Es posiblemente una de las peores escuelas de Colombia.
Por una de las callecitas del pueblo nos sentamos a conversar con un indígena que trabajó en Parques Nacionales por casi 10 años: “Nunca he estado de acuerdo con la minería”, aclara, “pero me tocó aprovechar. Lo legal no genera plata aquí”.
Según sus cuentas, construir una balsa cuesta $80 millones. Un trabajador comienza como “manguerero” y en ese puesto se puede ganar $1’800.000 en promedio mensual. Al final de cada jornada de 20 horas, una “mandada”, como se dice en el argot minero, reciben un gramo de oro que pueden vender a unos $63.000. Una balsa antes podía sacar hasta 180 gramos de oro en un día. Hoy no pasan de 18 o 20 gramos. Cada balsa debía pagar un millón de pesos de impuesto a las comunidades. Pero no todas lo cumplieron.
Antes de embarcarnos rumbo a las comunidades de los miraña, los bora y los muinane, crucé unas palabras con Silvio Rojas, dueño del Almacén y Pesquería Araracuara, que ocupa una de las salas que antes fueron de la prisión. “Empezó la minería y se acabó en un 90% la pesca”, dijo. Antes les compraba a los pescadores unas 15 a 20 toneladas de pescado. Ahora escasamente llega a una.
Un par de horas después de partir llegamos a la comunidad de un viejo líder de la región. Nos invitó a su maloca. Luego llegó otro de los viejos vecinos. La conversación comenzó a animarse. Había rabia en sus palabras. Y también desencanto.
—El Ejército viene a defender la soberanía y son los que dejan pasar la gasolina para las balsas.
—Hay un pensamiento fundamental entre los indígenas. No a la minería. Pero hay una fuerza mayor. La plata es la que manda.
—Llevo 30 años bregando con eso de que nuestro territorio es imprescriptible, inajenable e inembargable. Pero luego es el Estado el que permite todo.
—Los muchachos se van para las balsas por necesidad.
—No todo ha sido malo. Lo bueno es la situación económica. El que menos ganó, salió con 7 o 10 millones de pesos.
—La minería es como el parásito dentro del estómago. Toca vivir con él. Me alimento yo y me toca alimentarlo a él.
Colgamos las hamacas y los viejos se quedaron cuchicheando, chupando ambil y mambeando coca hasta la madrugada.
En la mañana retomamos nuestro rumbo a La Pedrera. Contactamos a un balsero que nos dijo: “A los indios nos echan la culpa de que entró la minería. Pero es una gran mentira. Todos los motores pasan por las narices del comandante del Ejército”. Como maestro comunitario se ganaba en 2004 unos $600.000 al mes. Es lo que gana en una balsa a la semana.
Río abajo nos acercamos a una balsa. Habló primero el motorista. Y nos hizo la seña para saltar a bordo. Le expliqué al administrador, un paisano, el motivo del viaje. “El Gobierno dice que es ilegal pero para nosotros no es ilegal. Es para vestir y alimentar a nuestros hijos”.
Mientras hablamos el ruido del motor ensordecía. Bajo nuestros pies un tubo de hierro de 150 kilos revolcaba el lecho del río. En la punta una manguera succiona agua y una arenilla que llaman esmeril. El torrente de agua baja por una “caja” tapizada con una tela negra que atrapa el polvillo de oro mezclados con arenilla. Al final del día lavan los tapetes, juntan el barro y lo lavan y con dos tapitas de mercurio ayudan a fijarlo al fondo de un recipiente.
Creo comenzar a entender eso de que la minería es buena y es mala. Nos despedimos del balsero y seguimos rumbo a la Pedrera. Faltan tres días de viaje.
Entramos al territorio del Pani, la otra organización indígena de la zona. Allí viven los miraña y los bora. Uno de los líderes nos hospedó en su casa. Era un hombre muy sencillo y risueño. Descamisado. Cuando cayó la noche pasamos al cuarto donde estaba la estufa y en el piso estaban servidos unos platos plásticos de colores con pescado en un caldo transparente.
Cuando todos se fueron y quedamos sólo tres, el hombre más sencillo del mundo comenzó a convertirse, palabra tras palabra, en el más lúcido. Habló sobre el Estado colombiano mejor que cualquier ministro. Habló sobre los problemas del desarrollo mejor que el mejor de los economistas. Habló sobre la naturaleza mejor que cualquier ambientalista.
El tiempo que le dejan la chagra, la pesca y la caza, lo dedica a la política. Desde que su mamá le dijo a los 6 o 7 años que aprendiera el idioma de los blancos para que hablara por ellos, se ha dedicado a eso con fervor. Con los otros líderes del Pani, y de la mano de Parques Nacionales y otras organizaciones ambientales, trabajan en la búsqueda de alternativas económicas para que algún día la región escape de una economía que alterna la pobreza con las bonanzas.
En el camino nos cruzamos con un grupo de cinco hombres, una mujer y un niño, todos del Pani. Tenían miedo, pero lo ocultaban tras unos rostros duros y serios. El pasado 8 de agosto, en una reunión con representantes de Parques Nacionale, Corpoamazonía, Presidendia y el Ministerio del Interior, habían acordado darle la espalda a la minería a cambio de diseñar proyectos productivos y que generen empleo para la comunidad. Ese día iban parando, balsa por balsa, anunciando a los mineros la decisión de que ya no eran bienvenidos en su territorio. Ahora que cumplieron su palabra esperan que el gobierno cumpla la suya.
Una de las últimas paradas fue en la casa de otro viejo maloquero. La vida le alcanzó para ver todas las bonanzas. Desde las caucherías hasta la bonanza de ONG e investigadores. Fue el principal promotor de la creación del Parque Nacional Cahuinarí. Su maloca está arruinada por la lluvia, el viento y el descuido. Tenía un aspecto triste esa maloca. “Mi política siempre fue la conservación”, dijo, “pero me cansé de ver las necesidades de las personas”.
Las palabras del viejo, el primero que negoció con los balseros, resuenan en mi cabeza el resto del viaje. Han pasado más de 25 años desde que el viejo ayudó a declarar el Parque Nacional Cahuinarí, ayudó a cuidar las playas en las que desovan las tortugas charapas, y la pobreza a su alrededor sigue teniendo la misma cara. Era obvio que se iba a cansar de esperar.
Una tormenta sobre el río nos despide empapados de esa vorágine verde. Es domingo.