Fuente: El Espectador.
Por: Alfredo Molano Bravo.
Niños sanos, ríos cristalinos, cultivos verdes y florecidos, sonrisas, pajaritos, escuelitas, ositos de peluche, estrellitas, obreros felices, campesinos felices, empleados felices: el país de cucaña. Desde el cuarto de la televisión en un apartamento del barrio Rosales de Bogotá, o del Prado de Barranquilla, o del Poblado en Medellín, todo se ve color de rosa; más aún, se agradece que las multinacionales se lleven el carbón, el petróleo, el oro y la energía; se aplaude que las empresas abran cráteres gigantescos, desvíen ríos, tumben “matorrales” para sembrar soya en los Llanos Orientales. Se llora de emoción viendo las volquetas gigantes, el trazo de los oleoductos, los pitos de los barcos cargando en los nuevos puertos al lado de cementerios marinos donde el mar descompuso cuerpos mutilados. Un escalofrío patriótico recorre cuerpos y almas cuando se ven los videos que muestran los aviones militares cargados con bombas de dos toneladas pasar rasantes sobre una comunidad indígena, y soldados sudorosos con cascos del Ejército de EE.UU. ayudando a los niños a pasar un río para ir a la escuela. ¡Qué ternura! La publicidad construye sin escrúpulos ni reatos de conciencia un mundo ideal en el que viven seres ideales, puros, ricos, aseados, bien vestidos, bien comidos, felices y hasta inmortales. Un verdadero asalto a la buena fe y a la ingenuidad de una audiencia enajenada.
Después vendrán las encuestas de opinión a fabricar cifras y resultados, y las empresas a cobrar dividendos en las bolsas de Nueva York o Tokio. Se borran los enormes huecos que abren las monstruosas máquinas en La Jagua de Ibirico; los pueblos desplazados —Palmarito, Tabaco— en el Cerrejón para sacar más y más carbón quedan borrados; los campesinos, perseguidos, ignorados y “erradicados” para construir presas como las de Sogamoso, Ituango, El Quimbo, no existen; los indígenas sikuanis, humillados y aislados, para poder abrir trochas y pasar tubos y tubos, desaparecen. Los colonos del Catatumbo asesinados por el Iguano en sus tierras donde hoy crece la palma y pasan los camiones cargados de corozo que yacen a la orilla de las carreteras. Nadie nombra a los negros de Suárez, del río Naya, del río Telembí, muertos en los barrancos que abren las retroexcavadoras manejadas por gentes de Amalfi o de Caucasia. Ni qué decir de las escuelas bombardeadas en Las Julias, o de las trincheras construidas en escuelas de Plato por la Policía, o de las bombas que tumban en 30 segundos tres hectáreas de selva para matar a un guerrillero o a un colono. Las bombas matan, no preguntan.
Las empresas que acogió Uribe con la seguridad democrática, a las que dio licencia para hacer y deshacer, para sacar y llevar, y todas las que a ellas están asociadas, han venido montando una estructura —como dicen— de publicidad y propaganda respaldada por otra refinada estructura de “responsabilidad social empresarial” que hace ver verde a lo negro, blanco a lo rojo, azul a lo amarillo, y que es capaz de hacer sonreír a un niño huérfano para tomarle la fotografía que aparecerá en sus folletos y videos institucionales. Empresas que con la pauta amordazan columnas, falsifican informaciones y hacen ver paraísos donde sólo existen despojo, crímenes, llanto y sangre. Estamos asistiendo a la construcción de un país bipolar, esquizofrénico, de dos lados, de dos miradas, una de las cuales impone su mundo, sus intereses y su gobierno sobre la otra.
Punto aparte. Con el cuento del cambio de sistema digital para los celulares, Claro está cada día peor. Hacer una llamada cuesta lo que tres o cuatro llamadas, que naturalmente cobran; si se logra la comunicación, no dura y hay que volver a marcar. Sin duda, se trata de una estrategia para aburrirnos con el sistema actual y obligarnos a cambiar de celular al costo que las multinacionales de comunicación le impongan al Gobierno.